27 de enero de 2009

el campo


--La abuela debajo del árbol que está en el fondo de la casa de mi tía Hortensia. En una bolsa tiene un tejido: las medias que le regala a toda la descendencia, hechas con lana cruda de oveja, que ella misma hila con una rueca. “Ni sé para quién son”, dice, “me las puso Urbana en la bolsa”. Tiene problemas de memoria: confunde fechas, lugares y personas, divaga, desconoce. Siempre vuelve a su pueblo. “Mira, parece que supiera que está echando los dientes”, me dice una y otra vez: mi hijo la está mirando y se mete los dedos de una mano en la boca.

--Figueras de Castropol, Asturias. A la abuela no le salía pronunciar bien la palabra “concentración”. “Campo de...”, alcanzaba a decir, y se trababa. Estuvo ahí unos dos o tres meses. Con el abuelo. Embarazada de mi tío Pepe, el quinto de los siete que tendría. Sería el año 39; Urbana ya había nacido. Cuenta mi abuela que pensó en llevársela con ella, porque se decía que en los campos a los bebés les daban bien de comer. Pero no: la dejó con un hermano suyo, el tío Julián. Y también se quedaron allí los tres que habían nacido antes: Hortensia, María, mi padre. Y las vacas. “Teníamos dos vacas”, dice mi abuela. “¿Y vivían en la misma casa?” “Lógico; las vacas vivían abajo y nosotros vivíamos arriba”.

--La abuela se llama Emilia y tiene 93 años. Nació en 1911, el 31 de julio. Está más bajita, más consumida, pero la vi mejor que otros días. El año pasado, cuando estaba internada en el hospital español, pensé que se moría. En realidad tuve miedo de eso: no estaba tan mal. Tenía esos problemas de memoria, de empaque: no quería comer y dependía de una sonda que se arrancaba cada vez que podía. Las vacas, de alguna forma, fueron la excusa que usaron para llevarlos presos. “Les había dado la fiebre, y el ternero ya muriera; mi marido bajó a ver cómo estaban y a sacar leche, porque a mí se me había retirado y Urbana tomaba de la vaca, y si moría de dónde iba a tomar”. Esa noche mi abuelo ordeñó a la vaca y prendió alguna luz; luego puso el recipiente con la leche en el hueco de una ventana, para mantenerla fresca. “Ahora creo que todos deben tener heladera, pero en ese entonces nadie la tenía”.

--Tal vez fue esa noche, tal vez fue otra: un falangista apareció flotando en el río Cúa, que pasa por delante de donde estaba la casa y parte en dos a Vega de Espinareda. Y algún vecino o vecina con mala leche denunció que mi abuelo les hacía señales a los rojos: encendía una luz por la noche. De eso los acusaron, al menos. Creo que mi padre contó, alguna vez, que al falangista lo había liquidado algún colega y que a alguien tenían que echarle la culpa. Cuenta mi abuela que estuvieron ocho días presos en el pueblo y que a mi abuelo le pegaron.

--¿Puedo imaginar cómo fue eso, cómo llega algún matón a la casa de mi abuelo, a quien no conocí, que por fotos es igual a mi padre hace algunos años? ¿Puedo imaginar los golpes furiosos y los gritos, y a mi tía Hortensia de cuatro o cinco años, y a mi padre con tres, llorando? ¿Puedo imaginar las palabras? ¿Le dirían “tú eres rojo”, o “Tú mataste a fulanito”? ¿Puedo imaginar el rostro de mi abuelo ante los matones? ¿Le habrían pegado ahí mismo, delante de sus hijos? ¿Cuáles habrán sido esas palabras? ¿Fue de noche o fue de día? ¿Volvió a ver a sus hijos antes de que se lo llevaran para Figueras de Castropol?

--Les daban, para los dos, un caldo en el que flotaban cuatro porotos. Mi abuelo, que trabajaba todo el día en los caminos que Franco quería para que España fuera católica y pura y fascista, le daba los porotos. “Y un rusquito así”, dice la abuela, y con el índice de una mano señala dos falanges de dos dedos de la otra. El tío Julián, dice, les prestó plata, y algo ellos tenían. Con eso compraban en una cantina; al cantinero le era bastante conveniente que la comida en el campo fuera tan escasa.

--“Y los piojos eran como esto”, dice, y con la uña del índice señala la mitad de la uña del otro. Los que unas se sacaban en el agua se les trepaban a otras. El hermano de mi abuela trató de que el cura de Vega intercediera por ellos: “Si usted sabe que no tienen que ver”, le dijo. Lo sacó carpiendo. Este hombre se llamaba Lucas y desde que soy chico aparece en las historias familiares haciendo hijaputeces. Cuando tomó la comunión, a mi tía Hortensia la apartó: a los gritos le dijo que su vestido no estaba en condiciones. El delirio de la vía directa con Dios suele derivar en mucho cura proclive a la humillación.

--Dos hermanos de Vega, médicos, también pro régimen, intercedieron por ellos. Volvieron. Marcados. El miedo.


--La abuela no recordaba mucho más aquella mañana de febrero de 2005. Yo, ya, tampoco. Era un día muy soleado. El verde oscuro y brillante de las hojas de un jazmín. Los anteojos de marco y cristales gruesos. Las manos huesudas y manchadas. Cierto temblor en el labio inferior. Las vacilaciones. Tomé buena parte de las notas un rato después de estar con ella. Luego me distraje con algo. O hubo que hacer otras cosas. Ya no recuerdo.


Le quedaba un año.


18 de enero de 2009

los deseos






..Está en el aire y viene hacia mí. Oigo a mi hijo que, cerca, les inventa un diálogo a dos personajes. El panadero es mediano y, primero, recala en la agenda que tengo abierta sobre el escritorio. No va a las páginas, pasa de largo por las letras y los números verdes que indican que hoy es viernes nueve, que mañana es sábado diez, enero, 2009: el panadero va al borde de la agenda, hace un ida y vuelta por la funda azul en la que descubro, ahora, una proclama adhesiva que recibí en una manifestación en 2003 mientras estaba en Valencia, mientras Estados Unidos invadía Irak. Aturem la guerra, dice: la silueta de una bomba negra encerrada por un círculo rojo y una franja en diagonal que quiere prohibirla.
--Eso que anoté ya es después, hace un instante. Afuera el cielo está muy celeste. El panadero sale de la agenda y va a mi antebrazo, el izquierdo. Estoy leyendo un libro de Andrés Barba que se llama Manos pequeñas: hay, ahí, una gran sensibilidad para contar sentidos, sentires. En el comienzo de Manos pequeñas hay un accidente de auto y una niña de siete años, internada, que procesa lo definitivo y fatal: su padre murió en el accidente y su madre luego, en el hospital.
--Recuerdo lo de los deseos. Ahora me pregunto por el origen de esa fe, de ese juego, pero cuando vi al panadero en mi brazo vino de inmediato un apuro por abrazar esos deseos, por enunciarlos, antes de que siga viaje. Que mi hijo y mi mujer estén bien, tener trabajo, que los míos vivan y tengan buena vida. Son tres, nomás, los deseos que se piden. Tengo muchos más deseos, tres son pocos, pensé. Voy a seguir diciéndolos, mientras el panadero siga acá, conmigo. Pensé unos cuantos antes de que apareciera el que me llevó a escribir: encontrar tono de estar, decir.
--Eso es siempre una búsqueda. Cada tanto se encuentra.
--Lo habré escuchado en la infancia, en el pueblo de la costa en el que me crié. Pedí muchos deseos, casi seguro, en la adolescencia. En la costa había más panaderos que en la ciudad, y eran más grandes. Era común, entonces, que llegaran a las manos. En esa época todavía creía en dios, en los presagios de los panaderos y en bastante más, en algunos adultos y en la autoridad, en el amor inmaculado –qué sería eso- y en ganar, en la inmortalidad y en la vida eterna.
--Afuera el cielo está muy celeste y oigo perros que ladran a lo lejos, camiones que pasan por la avenida, una chicharra, el ruido del cuchillo contra una cebolla que mi mujer prepara, en la cocina. El panadero sigue conmigo: algunos de sus hilos blancos se enredaron con los pelos de mi antebrazo. Se irá con el viento. Seguiré leyendo el libro. Oiré noticias. Comeré. Tendré deseos.
--Y así. Algo sigue, algo termina, algo empieza. Y así.