Manejo un auto por una avenida. Voy rápido. No recuerdo por qué estoy apurado. La avenida está cargada de vehículos. Muchos colectivos, con sus vaivenes de banda a banda para juntar o largar pasajeros, para pasar de lo más rápido posible a la detención. Muchos colectivos que, sin perder esas movidas frene-acelere izquierda-derecha, ahora se irguen y se acilindran y giran además sobre sí mismos, a gran velocidad. Pienso en esos tubos metálicos para condimentar, saleros y pimenteros, pero gigantes. En las bocacalles hay unos inconscientes que buscan detener a los automovilistas particulares para venderles alguna cosa. Tengo que acelerar un poco más, porque voy a perder el ritmo de la onda verde, aunque sigo sin saber por qué estoy apurado. Paso un par de semáforos en amarillo, en rojo. Puede ser peligroso, siento. En la esquina siguiente no llego a frenar ante la vieja que no sé cómo aparece, ya, en medio del paso peatonal. Chillan las gomas contra el asfalto, crujen los huesos, desde arriba se ve la mancha roja y el estropicio que asoma de abajo del auto.
Pero al instante siguiente sé, se sabe, que no fui yo. Gordo, piel tostada, pelo negro, nariz gruesa, camisa celeste: así es el tipo que dejó frita a la vieja. Se lamenta y manipula unos papelitos. Me acerco para buscar atenuarle la culpa, le digo que la vieja se le apareció así, en medio de la calle, desde atrás de un pimentero. Me mira un instante, sin dejar de desplegar y replegar hojitas sueltas, vuelve los ojos a su revisión, y masculla: “Digas lo que digas, el quilombo se me viene a mí, no a vos”. Hay, había, alrededor, otras personas, atraídas por el accidente. Los bollos, la sangre y la tragedia llaman la atención, ya saben. La expectativa en una carrera de autos es saber quién ganará, pero también si habrá algún estrolado.
Luego, en la edición impresa del diario de hoy, veo el manual del conductor cristiano. Los pecados al manejar. Se recomienda rezar antes de encender el auto, o mientras calienta el motor. Si hay un accidente, dice, debe asistirse al prójimo.
Yo ya había leído la noticia ayer a la mañana, en esas ediciones digitales renovables que ahora dan los diarios. La noticia de la jornada, sin embargo, sin duda, fue la que me dio el médico: me mandó a hacer unos análisis, me recomendó que tomara dos litros de agua por día y me prohibió por una semana mate, café, fritos, picantes y condimentos. Soy adicto al mate: sin mate, siento, mi vida sería terrible. Lo otro no me importa tanto.
Anoche, cuando volvía a casa y mientras esperaba que abriera el semáforo de Cabildo y Juramento, vi cómo unos autos esquivaban a una vieja que cruzaba sola, encorvada. No supe a favor de quién estaban las luces, si de la vieja, si de los autos. Recién ahora descubro algo que sí sabía: el de Cabildo y Juramento es, desde hace añares, un semáforo de tres tiempos.
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