7 de febrero de 2009

el monstruo



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Santiago me despierta: un monstruo se lo comió. Distingo su voz en cualquier circunstancia, incluso si son las cuatro y veinte de la mañana y tengo un sueño inconmensurable. Así que bajo la escalera y lo veo que me señala hacia el lugar en el que duerme. No puede ser, si estás acá, le digo. Tiene abrazado al león azul con el que duerme desde hace mucho. Era un monstruo, papá, bajaba por la chimenea. Pero si estás acá: ¿no te lo habrás comido vos a él? Se echa en su cama, me tiro al lado. El ojo rojo del chirimbolo para los mosquitos. Las sombras de las cosas que van afirmando su contorno en la noche. El rumor discontinuo del viento en las hojas de los árboles. El pájaro que no sincroniza con el amanecer y canta a esta hora. El sueño.

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Al lado, en el baño, ocurre un zumbido pesado, como si una corriente eléctrica se activara para poner en movimiento algún cuerpo. Esa luz queda encendida en la noche, para que no se haga la oscuridad. No distingo nada, pero al rato sí: el mismo roce siniestro, más corto pero amplificado por un eco, y el impacto de algo que da contra una superficie sólida. Después, silencio. Algo anda ahí.

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Me asomo: la sombra del monstruo abarca varios azulejos. Es un insecto gigante, brazos largos y finos respecto al cuerpo macizo, cabeza triangular. Atino, apenas, a cerrar la puerta y a buscar algo en la cocina para defenderme. Escucho otra vez el zumbido, más fuerte, y un objeto que cae –es el vaso que usamos para enjuagarnos las bocas tras las cepilladas de dientes-. Con el cuchillo más grande que encuentro ya en la mano descubro, por el calado de la cortina, que la sombra desapareció. Se me erizan los pelos de las piernas y de los brazos. Voy a la pieza de Santiago. El ojo rojo. Duerme.

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Ahora en el baño no se oye nada. No distingo nada, tampoco, por la cortina ni por el ojo de la cerradura. Pero hay que entrar, me digo. Busco algo para envolverme el antebrazo izquierdo. Decido entrar rápido, patear la puerta y encarar con el cuchillo en la diestra. El monstruo vibra detrás de la cortina de la bañera, así que la arranco en un movimiento.

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La chinche verde volvió a zumbar, esta vez, en el viaje entre las cercanías de un perro de plástico y una piedra que traje de la cordillera. La descubrí dentro de la bañera luego de un rato, después de mirar el techo y dentro de un mueble. Creo que a estas no hay que aplastarlas, porque largan feo olor. Cuando la capturé había hecho cima en los Andes; levantaba las patas delanteras, como si festejara algo, o como si quisiera que la abrazara.

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Ya en mi cama recordé una imagen que le di al espejo: calzoncillos, poncho, cuchillo de cocina. Era un monstruo, papá.

1 Comments:

Blogger La niña santa said...

Excelente.
Me encanta como escribís.
Pobre Santiaguito!

10 de febrero de 2009, 11:19 p. m.  

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