TEM 1934 - 2010
foto: Gonzálo Martínez
--En el principio está el hallazgo en un boliche de usados de una edición de La novela de Perón que publicó La semana a mitad de los '80, dos tomos, tapas celestes: hasta ahí apenas había pispiado su nombre en el suplemento Primer plano, que armó y dirigió. Mi relación con lo que he leído, con lo que se escribe, es caótica y casi seguro que tardía, pero en ese quilombo hay unos hitos, unos nombres claves: Tomás Eloy Martínez es uno de ellos. Un tipo al que le tengo afecto y me pregunto por qué, trato de entender por qué mientras escribo. Sus libros están en la biblioteca de mi casa que más quiero.
--Lo vi en persona cuatro veces: tres fueron para entrevistarlo. En la primera, para un documental sobre Perón, dijo que Evita le había ganado al Pocho el duelo mítico; en la segunda, ya para Página/12, que casi no leía las críticas argentinas a sus libros y que a ese gremio no le gustaba mucho la literatura; en la última, hecha en su departamento de la avenida Pueyrredón, dijo que la opresión, el tema y su atmósfera, era un asunto recurrente en sus libros. Que eso venía ya de la infancia en Tucumán, de familia e iglesia, por ejemplo, y que tuvo su continuidad en la obligación de ser peronista o de ser antiperonista. Se decía un hombre de ideas de izquierda: curioso que escribiera, en los últimos años, en La nación, él, que ni iglesia ni milicos ni conservas. En ese diario empezó hace ya más de medio siglo, cuando se vino a Buenos Aires desde su provincia natal.
--Con el tiempo, tras hallazgo inicial, supe quién era, qué había hecho, y seguí lo que fue publicando. Su arte de entrelazar figuras entre lo real y lo ficticio, el periodismo y la literatura, las personas y los personajes es, además de una marca distintiva de su escritura, una muestra magistral de cómo el lenguaje construye y deconstruye mitos, de cómo se agujerean los relatos monolíticos o de cómo un relato aireado suena a historia sólida y pura. Pero estas idas y vueltas no serían más que una receta, un concepto, al que hace falta agregar dosis enormes de otros asuntos: su cultura, sus experiencias al frente de medios emblemáticos del periodismo argentino, su curiosidad en general y en especial en torno al poder, el tono de sus textos, la sofisticación de sus estructuras, el magnetismo expectante que producen muchos de ellos.
--Se fue al exilio amenazado por la Triple A de López Rega, que se la juró desde los tiempos de las entrevistas a Perón en Puerta de Hierro; las huellas del destierro, empalmado con la dictadura, pueden entreleerse en la última novela que publicó, Purgatorio, en la que, creo, se jugó la ropa y también parte del pellejo. Ese libro, que está entre lo más potente de su obra -junto a Santa Evita, Lugar común la muerte y La novela de Perón-, remontó El vuelo de la reina y El cantor de tango, un tramo de su escritura en el que me pareció que trataba de narrar de acá y desda acá mientras no estaba del todo. Una grieta. De algún modo, Purgatorio cuenta de esa grieta, la radiografía. El año pasado, antes de entrevistarlo, leí La mano del amo, una fantasmagoría sobre la infancia tucumana y la madre: las dos novelas conforman un círculo de opresión y autoritarismo al que, a la vez, buscan destruir.
--La cuarta y última vez que lo vi presentaba la reedición de sus libros en el edificio de Alfaguara. Lo rodeaban periodistas, escritores, fotógrafos, editores, familiares, amigos. Repitió aquello de que le gustaría que su versión de Perón sea la que prime a través del tiempo, así como prima la versión de Sarmiento sobre Facundo Quiroga. No era gorila, aunque lo hayan acusado de eso más de una vez; parecía tener un gran ego y también grandes ambiciones. Ganas fuertes de dejar huella. Así fue, es, seguirá siendo. Quería, de chico, que le contaran historias: a eso se dedicó, a contar. De qué, de cómo contaba, viene el afecto.
--De su muerte, entonces, la tristeza.
--En el principio está el hallazgo en un boliche de usados de una edición de La novela de Perón que publicó La semana a mitad de los '80, dos tomos, tapas celestes: hasta ahí apenas había pispiado su nombre en el suplemento Primer plano, que armó y dirigió. Mi relación con lo que he leído, con lo que se escribe, es caótica y casi seguro que tardía, pero en ese quilombo hay unos hitos, unos nombres claves: Tomás Eloy Martínez es uno de ellos. Un tipo al que le tengo afecto y me pregunto por qué, trato de entender por qué mientras escribo. Sus libros están en la biblioteca de mi casa que más quiero.
--Lo vi en persona cuatro veces: tres fueron para entrevistarlo. En la primera, para un documental sobre Perón, dijo que Evita le había ganado al Pocho el duelo mítico; en la segunda, ya para Página/12, que casi no leía las críticas argentinas a sus libros y que a ese gremio no le gustaba mucho la literatura; en la última, hecha en su departamento de la avenida Pueyrredón, dijo que la opresión, el tema y su atmósfera, era un asunto recurrente en sus libros. Que eso venía ya de la infancia en Tucumán, de familia e iglesia, por ejemplo, y que tuvo su continuidad en la obligación de ser peronista o de ser antiperonista. Se decía un hombre de ideas de izquierda: curioso que escribiera, en los últimos años, en La nación, él, que ni iglesia ni milicos ni conservas. En ese diario empezó hace ya más de medio siglo, cuando se vino a Buenos Aires desde su provincia natal.
--Con el tiempo, tras hallazgo inicial, supe quién era, qué había hecho, y seguí lo que fue publicando. Su arte de entrelazar figuras entre lo real y lo ficticio, el periodismo y la literatura, las personas y los personajes es, además de una marca distintiva de su escritura, una muestra magistral de cómo el lenguaje construye y deconstruye mitos, de cómo se agujerean los relatos monolíticos o de cómo un relato aireado suena a historia sólida y pura. Pero estas idas y vueltas no serían más que una receta, un concepto, al que hace falta agregar dosis enormes de otros asuntos: su cultura, sus experiencias al frente de medios emblemáticos del periodismo argentino, su curiosidad en general y en especial en torno al poder, el tono de sus textos, la sofisticación de sus estructuras, el magnetismo expectante que producen muchos de ellos.
--Se fue al exilio amenazado por la Triple A de López Rega, que se la juró desde los tiempos de las entrevistas a Perón en Puerta de Hierro; las huellas del destierro, empalmado con la dictadura, pueden entreleerse en la última novela que publicó, Purgatorio, en la que, creo, se jugó la ropa y también parte del pellejo. Ese libro, que está entre lo más potente de su obra -junto a Santa Evita, Lugar común la muerte y La novela de Perón-, remontó El vuelo de la reina y El cantor de tango, un tramo de su escritura en el que me pareció que trataba de narrar de acá y desda acá mientras no estaba del todo. Una grieta. De algún modo, Purgatorio cuenta de esa grieta, la radiografía. El año pasado, antes de entrevistarlo, leí La mano del amo, una fantasmagoría sobre la infancia tucumana y la madre: las dos novelas conforman un círculo de opresión y autoritarismo al que, a la vez, buscan destruir.
--La cuarta y última vez que lo vi presentaba la reedición de sus libros en el edificio de Alfaguara. Lo rodeaban periodistas, escritores, fotógrafos, editores, familiares, amigos. Repitió aquello de que le gustaría que su versión de Perón sea la que prime a través del tiempo, así como prima la versión de Sarmiento sobre Facundo Quiroga. No era gorila, aunque lo hayan acusado de eso más de una vez; parecía tener un gran ego y también grandes ambiciones. Ganas fuertes de dejar huella. Así fue, es, seguirá siendo. Quería, de chico, que le contaran historias: a eso se dedicó, a contar. De qué, de cómo contaba, viene el afecto.
--De su muerte, entonces, la tristeza.
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