aquel pescador ruso
--Mi amigo Marcos me contó una tarde que esa madrugada, al ir a pescar con su padre, encontró en la playa un cuerpo, hinchado, roto. Una aparición horrorosa. Teníamos once, doce años.
--Recién a los diecisiete empecé a saber de los desaparecidos. El horror sistemático ejecutado por un estado genocida que, hasta ahí, me hablaba de la patria a través de la escuela. Recuerdo a un regente que nos amenazaba por cualquier pavada que hiciéramos cuando se izara la bandera. Quietos y en silencio, firmes había que estar. Congelados. Recuerdo a este sujeto inflamado de patriotismo por Malvinas. De apellido Amor, este hombre. Supe del terrorismo de estado cuando se reinició la democracia: durante la escuela, descubrí entonces, no distinguía entre democracia y dictadura. Un profesor al que primero repudié, Daniel Agustín Lamas, fue clave en el ejercicio de abrir los ojos, pensar, no dejarse adoctrinar mansamente por autoridades o manuales.
--Unos años después supe que el horror al que asistió mi amigo de infancia y el sistemático de la dictadura tenían conexión directa. Un pescador que cayó de un barco ruso, se decía en la costa. El vuelo, de Horacio Verbitsky, amplió la noción del horror: allí el marino Adolfo Scilingo cuenta cómo, desde aviones, por las noches, se tiraban hombres y mujeres al mar. Scilingo estuvo en esos vuelos.
--Hombres y mujeres secuestrados. Prisioneros en campos clandestinos. Desaparecidos. Torturados. Robados. Perseguidos y quebrados sus seres queridos. Entregados a represores los recién nacidos. Violados. Dopados. Desnudos. Aparecidos sus cuerpos en la playa. Desaparecidos. Hombres y mujeres. Miles.
--En 2004 el Equipo Argentino de Antropología Forense empezó a trabajar en fosas NN del cementerio de General Lavalle. A ese sitio llevaban los cuerpos que habían aparecido en mi pueblo, Santa Teresita, y en otros pueblos cercanos. Al año siguiente fueron identificados, allí, los huesos de Azucena Villaflor, Esther Ballestrino, María Ponce, Ángela Aguad y Léonie Duquet, tres fundadoras de Madres de Plaza de mayo, la esposa de un militante detenido y una de las monjas francesas desaparecidas. Sus historias fueron contadas por el periodista Uki Goñi en el libro Astiz, el infiltrado. Astiz está siendo juzgado, junto a otros dieciocho represores de
--Esta es una línea posible entre aquello que me contaste, Marcos, cuando teníamos once o doce años, y esto que dijo Astiz la semana pasada. Es una línea individual, trazada por mí, y es una línea colectiva: millones de personas de este país empeñadas en saber qué pasó, cuáles fueron los métodos, por qué mataban gente, qué negocios hubo de por medio. Personas que entienden cómo se vinculan los crímenes de los psicópatas con el régimen económico de Martínez de Hoz. A las que nos importa saber qué relación hay entre ese cuerpo roto, en la playa, con el pasaje de nueve a cuarenta y cinco mil millones de dólares de deuda externa a lo largo de los siete años del Proceso, y en cómo eso inicia un camino de muchos pobres y pocos ricos. Personas que establecemos los vínculos entre aquella Sociedad Rural y esta.
--Ese cuerpo, sus apariciones y sus desapariciones, nos siguen hablando a través del tiempo del horror, de quienes buscan saber y quienes quieren ocultar, olvidar, desvincular. Políticas, historias, relatos. A mucha gente, aún hoy, le da igual saber si ese hombre que viste fue arrojado desde un avión al mar, vivo y dopado, o si era un pescador ruso que cayó de un barco, como nos contaban. Peor: buena parte de la sociedad y de la clase política querría que Astiz y todos los asesinos del Proceso no fueran juzgados. Eso es el horror hoy, Marcos, proyectando sus sombras hacia mañana.
3 Comments:
Acá andamos en esas también, apartando a los jueces que se interesan en hacer justicia y desenmascarar tramas de corrupción que tocan el poder en una u otra comunidad autónoma, esta debe ser la sombra proyectada hacia el mañana que tú dices.
Va un saludo.
Cada días vas mejor. Me encanta leerte comprometido en el blog. Que sigan los relatos de este tipo.
Personas de cierta edad que vivimos en La Costa es como si estuviésemos obligados a escribir sobre el tema. Conozco a otros.
Una vez quise escribir una carta, no sé, que fuera de amor o algo así. Era un 23 de marzo y era de noche, las 4 de la noche, y lo que había sobre el papel era esto:
Hacía mucho que estaba acostado en la arena mirando el límite del cielo con una oreja pegada a la arena, como queriendo arrancarle los últimos secretos al mundo.
Era extraño, pero a pesar de la postura sumamente incómoda no me dolía nada, me había acostumbrado; apenas si notaba la parsimoniosa pero ineludible dilatación de mis partes. El mar sangraba espuma y la derramaba cada vez más cerca de mi cara. Como el olor rancio típico de la carne podrida persistía en el aire, la aproximación peligrosa del borde salado y oscilante del mar me trajo cierto alivio. El hedor se hacía denso, nauseabundo, insoportable, pero al ras del piso me resultaba imposible saber de donde venía.
El agua salada comenzó a rozar mis llagas abiertas con progresiva insistencia, pero la soporté sin moverme, con la oreja pegada al mundo.
A medida que la oscuridad ganaba mi horizonte y se volvía noche -tenebrosa noche-, el agua parecía estar a punto de jugar una vez más la macabra olimpiada de sumergirme la nariz y la boca.
No obstante aquella situación tenía algo bueno: por fin dejaría de percibir el asqueroso olor a carne podrida que cada vez estaba más cerca. De pronto una señal, una esperanza. Mi alma se estremeció y tembló. Lo que al principio me pareció el aullido desgarrador de un lobo resultó ser la jubilosa sirena de una ambulancia.
Poco más tarde, bajo la luz de un reflector y detrás de un barbijo, el director de la morgue juntaba en una bolsa negra las escorias deshilachadas de mi cuerpo descompuesto que los perros, el viento y el mar habían esparcido por la playa porque alguien lo arrojó al vacío desde un avión oscuro que sobrevoló horizontes de plomo.
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