26 de febrero de 2009

baldosas



Llego puntual. Últimamente pasa eso, llego puntual.


Desde hace unos pocos años tengo suerte para estacionar. En lugares donde casi no se puede transitar yo encuentro casi siempre un hueco para dejar el auto. Muchas veces, en la puerta misma del sitio al que voy.


Aprendí a mirar desde una o dos cuadras antes al tipo que tiene pinta de estar por subirse, a la mínima maniobra, a la luz roja de un freno, la puerta que se abre o se cierra.






En Agüero, en la cuadra de la Biblioteca Nacional, paran dos o tres pibes que piden plata a cambio de cuidar los autos. Aprovechan una fuente cercana para ofrecer, también, lavarlos. Por ocho pesos. Llueve, así que ese rubro está cancelado, hoy.


Contra la pared en la que se recuesta la fuente proyectan poemas. A la altura en la que está veo, por el espejo retrovisor, que se acerca uno de estos muchachos. Entre 16 y 24 años, perdí la perspectiva. Ropa deportiva azul francia. Que se queda hasta las nueve, señor.


Aprendí, también, la gestualidad para que el pedido no vire a exigencia o a pago anticipado. Hablo de monedas.

El edificio de la Biblioteca Nacional es una mole de hormigón y vidrio estrafalaria, de otro planeta. Entre el delirio y la maravilla. Ahora pienso que el edificio puede asociarse a la materia de los sueños –la figura es fácil, porque los sueños pueden relacionarse con cualquier cosa, casi-.


La tormenta es, todavía, menos de lo que prometieron los servicios meteorológicos. Llueve poco y no hay viento. Después de que termine lo que cuento, en el borde de allá, sale el sol otra vez y el tiempo es pegajoso.


Espero en la explanada de acceso; cada tanto me asomo a la rampa larga por la que se llega, para ver si viene la persona con la que voy a encontrarme. Las trepadoras, hojas como estrellas verdes, combaten, abrazan, el hormigón.






Sobre las baldosas grises hay cartas blancas escritas con letras negras; tienen forma de naipe gigante y textos escritos a máquina, tramos de la correspondencia entre Perón y Cooke, segunda mitad de los ’50. Carta, naipe, correspondencia. Jugada ahí. Se entiende. O se cree que se entiende. Como la poesía, la fuente, el cuidacoches. O Borges, que dirigió la Biblioteca hasta que Perón lo designó inspector de aves.


Pecinco, firmaba, a veces, Perón. Dicen, con Cooke, de resistencia a la dictadura, de estrategias, de guerrillas. Cada golpe debe ser minuciosamente planeado sin que nada quede supeditado a la improvisación. El hombre que atiende el kiosco mira televisión. Entre el edificio y Libertador, la avenida más cara del país, hay un gomero enorme, plátanos, jacarandás, palos borrachos en flor, dos araucarias.


Es menester después golpear por sorpresa y sin dejar rastros, aconseja el general. Dos gatos en la explanada: una atigrada, negra, blanca, gris; me acuclillo y le imito un maullido al otro. Se acerca para que lo acaricie. Es negro. Recuerdo que tengo la cámara de fotos en la mochila. Saco, desde aquí hasta el final, unas cincuenta.


Miro el reloj cuando pasaron veinticinco minutos desde la hora de la cita. Empiezo a dudar de haber señalado bien las coordenadas del encuentro: suele ocurrir. Cuando me separo del gato negro la atigrada se le acerca, irritada. Se tiran unos zarpazos. Luego se mantienen a distancia. Aparecen otros gatos, luego se van.


Es estúpido hacer este trabajo mediante la fuerza, cuando el mismo efecto se puede obtener mediante la habilidad. Un “gorila” queda (…) muerto mediante un tiro en la cabeza como aplastado “por casualidad” por un camión que se da a la fuga.


Pregunto en la entrada si se registró la persona a la que espero. No, pero me recomiendan averiguar eso mismo en otra entrada. Los bienes y (…) los asesinos deben (…) toda clase de destruc (…) te el incendio, la bom (…) directo y toda otra cla (…) trucción. En un rincón de la carta A 58 la gata atigrada se interpone con la lectura completa. En las dos entradas hay carteles con reclamos de los trabajadores de la Biblioteca. Salarios, asambleas, consignas. Hace poco se cayó un ascensor. Algunos empleados fuman bajo un alero.






Subo al auto una hora después de haber apagado el motor. El cuidacoches tampoco aparece. Cuando estoy por arrancar veo al hombre acostado en la vereda. Está descalzo, tiene ropa gastada, raída. No le veo la cara; su cabeza reposa sobre el brazo derecho, que está estirado. Le saco fotos. Varío los encuadres. Puedo hacer que ocupe casi toda la imagen, recortado contra el mármol del edificio. O que se extienda al final de una vereda de baldosas similares a las de la explanada. Que aparezca por encima del retrovisor, gotas de lluvia y autos avanzando por Agüero en el espejo. Que resulte indiferente para una familia que pasa por ahí. Que comparta imagen con una mujer bonita. O con el veinteañero de bermudas floreadas que baja su equipaje de un auto, de regreso de sus vacaciones. Más amplio: que sea una afrenta para el guardia de seguridad del edificio que lo mira desde atrás del vidrio del hall. Más amplio aún: el único hombre ante arquitecturas bien cotizadas, notoriamente menos atendido que las flores rojas de una rosa china en plena salud. O en el extremo izquierdo de una toma que incluye la publicidad municipal, letras negras sobre fondo amarillo: Haciendo Buenos Aires.


Noté en un momento que acostado como estaba, boca abajo, el hombre movía las caderas. Los empeines de los pies, sucios, cruzados uno sobre otro como los de cristo en el martirio, en breve roce vaivén contra las baldosas. Al principio dudo, pero los movimientos van haciéndose más frenéticos, la pelvis yendo y viniendo hacia el piso. La cabeza que se agita, el brazo derecho que sigue estirado, el puño que cada tanto se cierra con más fuerza.


El ruido de las cubiertas de los autos contra el asfalto mojado. El hombre sigue un rato. Y luego ya no se mueve.







7 de febrero de 2009

el monstruo



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Santiago me despierta: un monstruo se lo comió. Distingo su voz en cualquier circunstancia, incluso si son las cuatro y veinte de la mañana y tengo un sueño inconmensurable. Así que bajo la escalera y lo veo que me señala hacia el lugar en el que duerme. No puede ser, si estás acá, le digo. Tiene abrazado al león azul con el que duerme desde hace mucho. Era un monstruo, papá, bajaba por la chimenea. Pero si estás acá: ¿no te lo habrás comido vos a él? Se echa en su cama, me tiro al lado. El ojo rojo del chirimbolo para los mosquitos. Las sombras de las cosas que van afirmando su contorno en la noche. El rumor discontinuo del viento en las hojas de los árboles. El pájaro que no sincroniza con el amanecer y canta a esta hora. El sueño.

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Al lado, en el baño, ocurre un zumbido pesado, como si una corriente eléctrica se activara para poner en movimiento algún cuerpo. Esa luz queda encendida en la noche, para que no se haga la oscuridad. No distingo nada, pero al rato sí: el mismo roce siniestro, más corto pero amplificado por un eco, y el impacto de algo que da contra una superficie sólida. Después, silencio. Algo anda ahí.

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Me asomo: la sombra del monstruo abarca varios azulejos. Es un insecto gigante, brazos largos y finos respecto al cuerpo macizo, cabeza triangular. Atino, apenas, a cerrar la puerta y a buscar algo en la cocina para defenderme. Escucho otra vez el zumbido, más fuerte, y un objeto que cae –es el vaso que usamos para enjuagarnos las bocas tras las cepilladas de dientes-. Con el cuchillo más grande que encuentro ya en la mano descubro, por el calado de la cortina, que la sombra desapareció. Se me erizan los pelos de las piernas y de los brazos. Voy a la pieza de Santiago. El ojo rojo. Duerme.

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Ahora en el baño no se oye nada. No distingo nada, tampoco, por la cortina ni por el ojo de la cerradura. Pero hay que entrar, me digo. Busco algo para envolverme el antebrazo izquierdo. Decido entrar rápido, patear la puerta y encarar con el cuchillo en la diestra. El monstruo vibra detrás de la cortina de la bañera, así que la arranco en un movimiento.

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La chinche verde volvió a zumbar, esta vez, en el viaje entre las cercanías de un perro de plástico y una piedra que traje de la cordillera. La descubrí dentro de la bañera luego de un rato, después de mirar el techo y dentro de un mueble. Creo que a estas no hay que aplastarlas, porque largan feo olor. Cuando la capturé había hecho cima en los Andes; levantaba las patas delanteras, como si festejara algo, o como si quisiera que la abrazara.

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Ya en mi cama recordé una imagen que le di al espejo: calzoncillos, poncho, cuchillo de cocina. Era un monstruo, papá.