23 de abril de 2010

la puerta


ÁB.


--Día 21, mañana de sol. Doradas, verdes, ocres, las hojas, en el otoño de los árboles.

--Zulema, la vecina de la otra esquina, trata de consolar a una mujer de unos cuarenta años que parece conmocionada. Como si los huesos y los músculos de la mujer hubieran envejecido, de repente, décadas. Zulema la conduce a su propia casa.

--Metros más allá, por Vedia, frente a la casa que fue de Jesucristo, hay movimiento. Al hombre que ahora vive ahí se lo ve desesperado. A su lado, un chico de unos trece o catorce, está abatido: voy a ver, después, que le van a palmear la espalda, que lo van a abrazar. Acaba de llegar un patrullero. Los policías entran y salen de la casa. Llega otro patrullero. La puerta permanece abierta. Hay gente en la vereda y así seguirá hasta entrada la noche.

--Cuando pasan dos horas pienso en que alguien ha muerto allí. Recordé, en algún momento, el encuentro del sábado anterior de los vecinos; un papelito por debajo de la puerta invitando a una reunión para hablar de inseguridad, delitos, y de construcción desbocada, el barrio deformándose: noventa por ciento al primer tema, diez al segundo. Si no pasa nada grave, volvemos a reunirnos en un mes, propuso la organizadora, que se quejaba por la escasa participación. Que si contratar policía privada, que ojo al abrir la puerta, que el comisario prometió una cámara para la calle, que vendría bien invitarlo a comer.

--En ese mismo sitio encontraron moribundo, hace unos seis o siete años, a Jesucristo. Así lo llamaba María, otra vecina: a ella la encontró muerta en la cama un domingo a la mañana, hace tres, Dorinda, otra vecina más. María llamaba así a Jesucristo por su barba y su pelo, largos. Cuarenta y algo y cierto aire místico, tenía. Y tenía, ahí, un tallercito de no sé qué al que no se veía entrar a nadie. Pasaba mucho tiempo en la vereda, fumando. Un día no lo vi más y María me contó que lo habían encontrado tirado en el piso entre vómitos y diarreas, el hígado destruido por el alcohol, dijo.

--A las cuatro de la tarde voy a comprar algo para comer y una tarjeta para hablar por teléfono. En mi camino paso por la vereda de enfrente: ahí están el hombre y el pibe, algunos acompañantes, tres o cuatro policías. Se ve la punta de una soga gruesa, de cortina antigua, por la puerta abierta. El grupo parece estar esperando algo. El supermercado de los chinos abre cuatro y media, descubro, así que voy a la estación de servicio. Por el tono y alguna palabra sé que el hombre que toma algo ante el mostrador está hablando de eso. Le pregunto qué pasó.

--Se le mató el pibe al hombre este de acá la vuelta. Una desgracia, gente trabajadora, y mirá. No sé por qué se me ocurrió acercarme a averiguar y me dijo. Para qué carajo pregunté: le dije, para qué te vengo a preguntar. Se ahorcó. Menos mal que no lo vi, ahí, colgado, con lo cagón que soy. Gente trabajadora.

--Niega con la cabeza. Me da una pesada tristeza en la luz del otoño. Olvidé comprar la tarjeta telefónica así que vuelvo a salir, me cruzo con Zulema y me cuenta. Que tenía 16 o 17 años. Que había empezado a trabajar con una motito en un delivery para pagarse los estudios y que hacía dos meses que estaba parado. Que estaba raro en los últimos días y que no sabían por qué. Que el padre daba cabezazos en las paredes. Que aquello que vi a la mañana, la mujer conmocionada, fue cuando acababa de descubrirlo.

--Un foco alumbra la vereda desierta a las nueve de la noche. La puerta ahora está cerrada.



13 de abril de 2010

enojo y generosidad






--“No le entra muy bien a la pelota, le pega un poco mordido”, dijo un columnista en la televisión: de fondo estaba el gol que Messi le hizo al Real Madrid el sábado pasado, el primero de los dos que esa tarde convirtió el Barcelona. No creo estar llegando primero a hablar de la genialidad de este pibe en una cancha, pero luego de ver un par de fotos de este último gol me dieron ganas de escribir un toque de esa “definición defectuosa”: qué generosa es la vida con algunos tipos que comentan fútbol.
--Ya en el partido anterior, contra el Arsenal, Messi mostró un rasgo que no me parece tan nuevo: cuando se calienta juega todavía un poco más rápido, más letal. Los ingleses metieron el primero en un contragolpe y no habían pasado tres minutos cuando encaró vertical por la derecha, buscó pivotear con un compañero en la medialuna y recibió un rechazo defectuoso: la acomodó apenitas y metió un zurdazo tremendo, de esos que inflan la red. El enojo se le vio después, en el énfasis del festejo. Se sabe: hizo otros tres en ese partido. Contra el Real, por el contrario, la calentura se vio antes: fue cuando amonestaron a Xavi, por protestar. Enseguida fue a buscar la pelota y lo voltearon, sobre la izquierda. Amagó en tardar en levantarse y de inmediato se hizo espacio para desmarcarse e instar a Maxwell a salir jugando rápido: encaró, buscó a Xavi y picó al área. Recibió la devolución a la carrera, al pecho: ya había resuelto cómo definir.
--Y por acá, unos detalles. La recepción del pase de Xavi, de por sí sola, es fabulosa: no por plástica, porque tiene que poner el cuerpo de una forma poco elegante para amortiguar el pase y para, a la vez, cambiar la dirección de la carrera, de vertical hacia el centro del área, y para, también a la vez, instalarle por una décima de segundo una pregunta a Albiol, el defensor que lo cerraba: pero qué hace este tío. Su reacción fue velocísima como para tapar el remate al arco, inminente, pero ya lo dije: Messi estaba enojado.
--Dos veces picó la pelota antes de darle de derecha. El primer rebote le quedó un toque alto y, para el segundo, cuando le quedó a buena altura, tenía a Casillas achicando, de un lado, y a Albiol ya de vuelta, del otro, buscando también interponerse entre la pelota y el arco. La foto que sigue, tomada apenas después que la primera, muestra la fantástica opción de Messi.





--En los siete segundos que duró la jugada, desde la falta que le hicieron hasta el gol, Messi supo, leyó, incontables datos de adversarios y compañeros. Ahí, frente al arco, sabía del achique de Casillas, de la vuelta de Albiol, de la altura a la que pondría la pierna el defensor para cerrar y, también, por supuesto, que con la derecha no le pega con tanta precisión como con la zurda. Así que optó por darle de pique al suelo, al palo que el arquero no alcanzaba a cubrir, en contradirección de sus manos, por debajo del último recurso de Albiol, que se quedó un instante sentado en el piso, resignado. El arquerazo que es Casillas andaba a las puteadas. A Messi, a esa altura, se le había pasado el enojo. Qué generosa es la vida con algunos tipos que comentan fútbol.